I.
La iglesia nos enseña
En su Exhortación Apostólica "Evangelii
Gaudium" el Papa Francisco, en sus números 93-97, nos ayuda a
discernir nuestra vida y la de la comunidad eclesial.
No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual,
que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la
Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el
bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: « ¿Cómo es
posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis
por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil
de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21).
Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en
los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no
siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto.
Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que
cualquiera otra mundanidad simplemente moral».
94. Esta mundanidad puede
alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la
fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo
interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de
quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores
a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a
cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en
lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son
manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que
de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico
dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se
manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma
pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado
ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero
sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de
Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia
se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la
misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar
conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de
asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de
realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de
mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones,
cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial,
cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En
todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los
perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor
evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se
alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y
prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de
un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos
expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados!
Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de
sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor
de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo
que habría que hacer» —el pecado del «habriaqueísmo»— como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta
mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos,
descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y
se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al
horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de
esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es
una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la
Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de
entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes
espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el
gusto al aire puro del Espíritu Santo, que
nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia
religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
Que esta reflexión nos sirva para ser
mejores cristianos.
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