Oficio de lecturas
Hermanos: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tabernáculo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna.
Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.
Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Mirad, para disponer de una herencia, es preciso que conste de la muerte del testador; pues un testamento adquiere validez en caso de defunción; mientras vive el testador, todavía no tiene vigencia. De ahí que tampoco faltase sangre en la inauguración de la primera alianza. Cuando Moisés acabó de leer al pueblo todas las prescripciones contenidas en la ley, cogió la sangre de los becerros y las cabras, además de agua, lana escarlata e hisopo, y roció primero el libro mismo y después al pueblo entero, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza que hace Dios con vosotros.» Con la sangre roció, además, el tabernáculo y todos los utensilios litúrgicos. Según la ley, prácticamente todo se purifica con sangre, y sin derramamiento de sangre no hay perdón. Bueno, estos esbozos de las realidades celestes tenían que purificarse por fuerza con tales ritos, pero las realidades mismas celestes necesitan sacrificios de más valor que éstos.
Pues Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos.
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