Cada 24 de junio, en que nuestra Iglesia celebra la solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista, es pertinente recordar el significado que tiene este nombre para nosotros los puertorriqueños.
En primer lugar, Juan el Bautista fue, según lo narran los Evangelios, el precursor de nuestro Señor Jesucristo. Tuvo el gran privilegio de ser escogido por Dios desde el mismo vientre de su madre Isabel para presentarlo a quienes esperaban al Mesías prometido. No en balde dice Jesús que no ha existió hombre más grande sobre la tierra que Juan.
No sé si Cristóbal Colón al descubrir la isla de Boriquén y nombrarla San Juan Bautista pudo captar la transcendencia de este evento. Pues fue escoger entre tantas islas aquella que iba a tener la misión de anunciar a los habitantes de estas latitudes la Buena Nueva del Reino de Dios. Así lo confirmará la historia de la Iglesia puertorriqueña cuando en 1511 llegue a nuestras tierras el primer Obispo de las Américas, don Alonso Manso, precursor también de la Iglesia en el llamado Nuevo Mundo.
Por este nombre hermoso de Juan es que también nuestro escudo recalca aquella frase bíblica escrita en una tablilla por su padre Zacarías: “Juan es su nombre”.
Hoy, en que nuestro pueblo parece haber perdido el rumbo de su destino universal, miremos en Juan el Bautista el modelo a seguir. Dios, como a su pueblo escogido de Israel, quiso que el pueblo nativo de Borinquen fuese cristianizado. Pero no solo cristianizado, sino que como Juan, fuera vanguardia de su Evangelio, de entrega total a sus principios, de valor y sacrificio, hasta cumplir la misión a la que fuera llamado.
El espíritu de aquel Juan ha estado y está vivo en el alma de muchos puertorriqueños y es por eso que todavía este pueblo sigue de pie. Porque Juan dejó una semilla, en su pueblo y en nosotros. Una semilla que no muere jamás: la semilla de un pueblo que vivirá para siempre pues aún de sus cenizas resucitará.
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